viernes, 1 de abril de 2011

Por qué hay que lavarse las manos

La Influencia Porcina o Influencia H1N1 puso en el tapete en los últimos años la importancia de la lavarse las manos antes de comer, luego de ir baño, después de acariciar a nuestras mascotas, al regresar de la calle, para evitar el contagio.

Tuvieron que salir los Ministros de Salud de nuestros países para recordarnos e  indicarnos que debíamos lavarnos las manos con asiduidad. Hasta la Organización Mundial de la Salud debió hacer circular  una campaña intensiva indicándonos cómo y cuándo debíamos lavarnos las manos. Todos ellos recalcaron:
Lavarse la manos adecuadamente es su primera línea de defensa frente a la propagación de muchas enfermedades - no sólamente el resfriado común. Las enfermedades más serias como la meningitis, bronquiolitis, influenza, hepatitis A, y la mayoría de los tipos de diarrea infecciosa pueden ser evitados con el simple acto de lavarse las manos.
¡Es que lo habíamos olvidado!. Si en las películas y en los programas de televisión los protagonistas llegan de la calle, salen del baño y así no más se sientan a comer...
Una buena campaña, pienso, podría ser que desde la pantalla de nuestros televisores, dentro de la programación, con su conducta, en las distintas series y telenovelas los actores y actrices mostraran que se lavan las manos al llegar a sus casas o después de ir baño..., por ejemplo.

También, deberían implementarlo los miembros del equipo de salud de los hospitales, de los centros de salud, los médicos en sus consultorios: lavarse las manos entre paciente y paciente. Pues ellos también lo tienen olvidado. Es que, claro, tienen 3 minutos, entre uno y otro y un buen lavado de manos lleva más de uno.

Este olvido ya Ignaz Semmelweis lo detectó en el siglo XIX y le costó la vida. La escritora Rosa Montero lo narra maravillosamente en estos párrafos:





Uno de los casos más espectaculares y conmovedores de prejuicio que conozco es la terrible historia de Ignaz Semmelweis (1818-1865), un ginecólogo húngaro maravilloso. A los 28 años, Ignaz fue nombrado ayudante de la primera clínica ginecológica de Viena. En aquel entonces se había puesto de moda que las mujeres parieran en los hospitales. Al mismo tiempo, coincidencia curiosa, se había desatado en todo el mundo una atroz epidemia que acababa con la vida de miles de parturientas: la fiebre puerperal, una infección generalizada que se declaraba tras el parto y que mataba a la mujer en pocas semanas entre terribles sufrimientos. Nadie sabía la causa de la fiebre, y ningún médico parecía tener en cuenta que atacaba sobre todo a quienes parían en los hospitales. Las cifras eran espantosas: por ejemplo, de los dos pabellones de parto que había en el hospital de Viena, el dirigido por el doctor Klein, que era donde trabajaba Ignaz, registró una media de un 33% de muertes en 1842. Y hubo momentos peores: en los primeros meses de 1846 se alcanzó un 96% de fallecimientos.




Sin trabajo, Ignaz continuó sus investigaciones. Un amigo suyo se cortó con el escalpelo durante una autopsia, y murió con los mismos síntomas de la fiebre puerperal, esto es, con los síntomas de la septicemia. Esto convenció aún más a Semmelweis de que la fiebre era causada por las manos contaminadas de los médicos y el hombre se lanzó a una afanosa campaña, intentando convencer a sus colegas de la sencilla obviedad de su descubrimiento. Su irrebatible verdad, sin embargo, chocó frontalmente contra el cómodo y egocéntrico prejuicio de los ginecólogos: ¿cómo iban a ser ellos, los santones de la ciencia y la salud, los grandes varones sabelotodo, los causantes de la enorme mortandad? Las sociedades médicas de Amsterdam, Berlín, Londres y Edimburgo condenaron sus aberrantes teorías. Ignaz fue expulsado del colegio médico y en 1849 las autoridades le ordenaron abandonar Viena.

A partir de entonces fue un paria, un apestado. Atacado por todos y desesperado por la certidumbre de lo que sabía, por esa verdad indiscutible y tan sencilla que hubiera podido ahorrar cientos de miles de vidas, fue perdiendo los nervios poco a poco. En 1856, acorralado y horrorizado, publicó una carta abierta a todos los profesores de obstetricia: ¡Asesinos!. Tenía razón: sus colegas se comportaban como verdaderos criminales. Semmelweis tenía la razón, sí, pero no el poder, y los poderosos de su tiempo decretaron que estaba loco y le encerraron en un psiquiátrico. En 1865, durante una salida del manicomio, Ignaz hundió un escalpelo en un cadáver putrefacto y luego se hirió a sí mismo. Tres semanas después moría con los síntomas de las parturientas. Fue un último y desesperado intento para convencer a los ginecólogos, pero su sacrificio no sirvió de nada: tuvieron que pasar cincuenta años hasta que la clase médica aceptara sus elementales conceptos de higiene. Y, mientras tanto, las embarazadas siguieron acudiendo como corderos a parir, y a morir, a los hospitales de todo el mundo. A fin de cuentas no eran más que unas pobres mujeres, y sus vidas eran una menudencia en comparación con la dignidad de los grandes doctores. Digo yo si también será por eso, por restos de los viejos prejuicios, por lo que hoy apenas se habla de Semmelweis. No me digan que no resulta extraño que hoy nadie recuerde a ese gran hombre, mártir de la razón, de la compasión y de la verdad.

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